DIOS PIDIÓ PERMISO A MARÍA - Por Ángel Gómez Escorial
1.- El Evangelio de Lucas que acabamos de
escuchar contiene el maravilloso episodio de la Anunciación. El
arcángel San Gabriel pide permiso a María, de parte de Dios, para que
sea figura básica de la Redención. Dicho así suena como algo exento del
fuerte componente poético que lleva esta escena. Y, sin embargo, como
el Señor Dios no se impone a nadie, recaba dicho permiso a María de
Nazaret, una jovencita de unos catorce años. Cuando ella da su
consentimiento, se inicia la historia más prodigiosa de, por supuesto,
de la raza humana, pero también la más misteriosa del entorno de la
divinidad. ¿Un Dios que se abaja a ser hombre para salvar a la
humanidad? Resulta increíble, pero como nosotros, los cristianos, nos la
creemos, pues se torna en misterio, en algo incomprensible. Claro que
es un misterio que nos llena de agradecimiento y, por supuesto, porque
Dios ha querido salvarnos y librarnos de la herencia del mal, que nos
viene de Adán y Eva. Pero, además, porque Dios ya es uno “de los
nuestros”, es un hombre como otros muchos hombres, nacidos de mujer.
2.- La narración además la tenemos muy fresca.
La escuchamos hace diez días en la misa de la Solemnidad de la
Inmaculada. Se han escrito miles y miles de páginas sobre la Anunciación
y se han pintado miles y miles de cuadros sobre esta escena, algunos
de los cuales son obras maestras de la pintura universal. Y es
atractivo, sin duda, entrar en la contemplación de ese episodio. Es
verdad, como nos ha demostrado la arqueología, que la escena idílica y
elegante, llena de bellas columnas, de habitaciones casi suntuosas y de
paisajes verdes y floridos, pues no es cierta, porque las casas en la
Palestina de tiempos de la adolescente María de Nazaret eran menos
elegantes y el entorno, mucho más seco y sin apenas vegetación. Pero,
qué más da. La cuestión es que allí algo muy extraordinario ocurrió. El
poder de Dios estaba presente y, probablemente, la belleza del momento,
aún sin coincidir con el pincel maestro de muchos pintores, tuvo que
ser de una inconmensurable belleza, si es que alguien hubiera podido
verlo.
3.- María de Nazaret aceptó lo que el Señor le
ofrecía. Y la historia cambió, la historia comenzó a cambiar. Y ahí
estamos todavía, intentando cambiarla, con la ayuda de Dios y con la
presencia histórica –y su sacrificio— del Hombre Dios entre nosotros.
Por eso es imposible dejar fuera a María de la prodigiosa historia de
nuestra Redención. Y cuando por razones diversas se ha querido sacar a
María de nuestra historia y de su participación en los planes
salvíficos de Dios, se ha cometido una enorme equivocación. Y para
llegar a esta idea no hace falta investigar mucho, sólo ha falta
basarse –creo yo— en el relato de la conversación entre María y Gabriel.
Es más que suficiente.
4.- La primera lectura del libro segundo de
Samuel nos cuenta la promesa de Dios al Rey David por la cual su
estirpe permanecerá siempre. Y así el nacimiento del Mesías, de la
estirpe de David, es el cumplimiento de esa gran promesa, la cual se
inscribe en la realidad del próximo nacimiento del Niño Dios en Belén. A
su vez Pablo en su Carta a los Romanos muestra como predicando a
Cristo Jesús se desvela un misterio mantenido oculto durante siglos y
hecho de manifiesto en este tiempo. Realmente, nosotros, en estos días
de gran cercanía a la Navidad –Nochebuena es hoy domingo— hemos de
meditar en ese misterio del nacimiento de un Niño que esperaron muchas
generaciones y que pronto va a estar entre en nosotros. Claro que el
reproche que podría hacerse a los de nuestra generación es que estamos
comenzando a olvidar el Milagro de Belén. Vivimos en una sociedad cada
vez más alejada de lo transcendente, de lo divino. Una sociedad que se
ha inventado unos dioses que siempre fallan: la crisis económica que
vivimos en estos meses tan difíciles no es otra cosa que un pecado de
avaricia. El dios dinero ha traicionado, una vez más, a sus súbditos.
Hemos de recuperar la esperanza total de que Dios viene a nosotros en
forma de Niño. Eso, además de darnos una gran alegría no nos
defraudará.